En 1988 la banda terrorista ETA secuestró a un empresario, Emiliano Revilla. Cuando lo liberaron, los terroristas le regalaron una tarta de cumpleaños. Recuerdo que algún periodista le preguntó si había experimentado el síndrome de Estocolmo con sus secuetradores. Emiliano respondió que no. Cuando le preguntaron por la tarta respondió: si, me la regalaron por mi cumpleaños... como si esa tarta hubiese sido un regalo de algunos amigos. La familia tuvo que pagar 1200 millones de pesetas por el rescate.
El secuestro duró 249 días en las que Emiliano Revilla se pasó ocho meses sin ver la luz solar, sin apenas hablar con nadie, durmiendo en una superficie a la que no se le podía llamar cama y matando el tiempo como podía. En su caso, dibujando y andando. Así, Revilla recorrió “más de 12.000 kilómetros. Gastó varios pares de zapatillas”: Tres pasos para adelante, tres pasos para atrás, El espacio del que disponía era un espacio de dos metros por uno de ancho y 1.90 de alto.
El empresario reconoce que se sintió bien tratado por ellos, y esto es clave en el desarrollo del síndrome de Estocolmo, ya que la ausencia de violencia se suele interpretar como un gesto de humanidad por parte del secuestrado. Esta ausencia de violencia genera un fuerte vínculo afectivo con el secuestrado. Sin embargo, Emiliano Revilla nunca pudo perdonarlos.